"Mi abuela, La Pipi"
Mi abuela, La Pipi, nació en Sanford, provincia de Santa Fe. Viene de familia numerosa y tiene, no sé, bocha de años. Sus visiones políticas derivan de una misma anécdota que cuenta siempre, sobre un caudillo mafioso que manejaba el barrio al que llegó ella con su familia cuando de chica se vino a vivir a Rosario.
Mi abuela es protestante y cocina como los dioses. Tiro este dato porque una vez que le caí a comer con mi novia, pusimos Encuentro mientras ella preparaba el almuerzo y enganchamos a Feinmann hablando sobre Heidegger y la entidad del ente y qué se yo. Después de media hora de La Tía redefiniendo Occidente, mi abuela se nos acerca y nos dice “Yo no sé, pero a mí me enseñaron que todos estamos acá por Dios, ¿nocierto?”. Así nomás le resolvió la cosa a José Pablo.
En lo de mi abuela limpia una comadrona chilena que es pinochetista. Por supuesto, yo cada tanto se lo echo en cara, de mal llevado. “T...es como yo, a ella solamente le gusta el orden”, la defiende La Pipi.
Igual, no es una cuestión de postura política, al menos como la entiende ella. Justamente, una vez vio las imágenes de un desfile que hubo en Chile por el Día de la Independencia y me comentó el rechazo que le causó toda esa opulencia militar. “¡Qué atraso!”, decía.
A mi abuela, confieso, la peleo bastante. Qué se yo, es la confianza que nos tenemos. Todas las discusiones en las que nos enganchamos terminan conmigo agotado y ella, inamovible, afirmando por enésima vez
que lo que se necesita es hacer las cosas con orden, con disciplina, “sin discutir”. Sé, por experiencia, que es difícil sacarla de esas categorías.
Mi abuela, en definitiva, es el subterfugio, pobre vieja, en el que pienso cuando quiero juzgar una acción, una medida, alguna declaración. “¿Cómo le caerá esto a La Pipi?”, “¿Qué pensaría si viera esto?”, “¿Qué generaría esto en ella?”. Me acuerdo de otra vez en que una chica me contaba que había ido a pintarrajear el Cabildo de Buenos Aires con consignas a favor del veganismo y en contra del vegetarianismo, que se ve que, de alguna manera, son cosas diferentes.
Y mientras la piba me explicaba el porqué de la acción, un poco más, citando a Bourdieu, yo me encontré pensando en La Pipi y en cómo le caería una pelotudez semejante. La Pipi, digamos, es el diablito que
se me aparece en el hombro susurrándome sobre lo que suma y lo que resta.
¿A qué viene todo esto?
Bien, a que una vez, en la época de la Ley de Medios, la voy a visitar, y mientras hago zapping en el preciado cable que en casa no tengo, ella se me acerca y me cuenta lo que había hecho Multicanal.
Que ahora la revista, que hace años que venía siendo chiquita y miserable, de repente había vuelto a ser grande, a colores y con notas. Que prometían descuentos, más canales y reducciones en la tarifa. Que mirá que la gente es toda buena, pero que hay algunos que bueno bueno. Que a vos te parece, Matías, a lo que hay que llegar.
Y era mi abuela, La Pipi. Y era el kirchnerismo, que había logrado el milagro, no menor, de correrla aunque sea medio grado en su postura. Si la acción política del kirchnerismo alcanzó a rasguñar siquiera el extremo de La Pipi, esa límite exterior de los constructos colectivos, ni la izquierda más radical puede jactárseme jamás de estar más allá de él. Vengan a hablarme de revolución, después. Con mi abuela, La Pipi, cobrando ahora una pensión, y su marido una jubilación por fin como la gente, ambos disfrutando de la vida mientras putean, todavía, al Gobierno. Yo los veo a los dos viejitos, felices, sabiendo que el kirchnerismo, como a tantos otros, les cae mal pero les mejora la vida, un poquito cada día. Y les abre el bocho, también como a tantos otros, también un poquito cada día. Pero lo hace.
Vengan a hablarme de revolución, después.
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