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Horacio Bouchoux

Horacio Bouchoux
Centro Cultural Oesterheld

EL KIRCHNERISMO Y EL FIN DE LA NOSTALGIA

Provengo de una familia de militantes. Hijo de militantes. Sobrino de militantes. Nieto de militantes. Desde pibe, en sobremesas y reuniones familiares, me acostumbré a la conversación política y me formé en mi comprensión de lo histórico con una derrota a cuestas, que tiñó desde un primer momento mi percepción de la realidad y de la política.

Mis primeros años de militancia –compartida con varios de los compañeros con los que aún caminamos senderos comunes- fueron en la UES de La Plata, con los últimos estertores de la llamada primavera democrática, cuando aún la renovación peronista representaba cierta esperanza de resignificar y remontar la derrota de los setenta. Éramos todos o casi todos hijos de militantes y nos formamos leyendo los mismos libros que nuestros viejos, más las pocas publicaciones disponibles respecto de la historia reciente.

En esa época teníamos esperanza, es verdad. Pero era una esperanza nostálgica, centrada en la reivindicación de una historia no vivida por nosotros. Nos sentíamos herederos y continuadores de una experiencia inmensa; pero andábamos a los tumbos como guardianes de una tradición abandonada, o como incomprendidos portadores de una épica a destiempo.

Apenas recorridos esos primeros pasos, los noventa, el neoliberalismo y la caída del muro de Berlín derrumbaron el edificio que cimentaba nuestra militancia y nos encontramos desnudos y desamparados frente a una realidad que no figuraba en los manuales que habíamos leído. El peronismo que nos habían contado no existía más y el desconcierto parió la dispersión. Entonces, oscilamos entre el refugio de la vida privada y diversas alquimias políticas, culturales y/o sociales que variaban en sus grados de resistencia e integración respecto del nuevo orden, pero que no lograban constituirse en ningún caso como espacio común para la militancia, para todos los militantes nacionales y populares.

Y en esos años de escepticismo y desesperanza nos acostumbramos a la derrota. Porque si bien hubo innumerables, experiencias y ejemplos encomiables de lucha y de construcción, lo cierto es que nuestra mirada estaba más centrada en el espejo de un pasado irrepetible, que en un horizonte que sentíamos cada vez más árido y hostil. Nuestra utopía seguía estando detrás nuestro.

El 25 de mayo de 2003, deus ex machina mediante, todo cambió de manera inesperada y nuestra subjetividad militante dio (sería más preciso decir que fue dando) un giro copernicano.

Es cierto que la llegada de Nestor al poder sería impensable sin la crisis terminal del 19 y 20 de diciembre de 2001. También es cierto que la resistencia al neoliberalismo se fue forjando en la calle y generó el plafón sin el cual esta experiencia histórica no sería posible. Nadie en su sano juicio puede discutir eso. Tampoco que este proceso político es parte de un proceso regional más general de salida de la noche neoliberal y de construcción de proyectos populares desde el Estado.


Sin embargo, la llegada de Néstor al poder fue una anomalía que sorprendió a todos. A nosotros y a ellos.

Día a día, semana a semana, mes a mes y medida a medida, fuimos sintiendo por primera vez en nuestra vida que un gobierno cinchaba del mismo lado que nosotros. Al principio con desconfianza, luego con algo de sorpresa, finalmente con entusiasmo, nos fuimos convenciendo de que este gobierno era nuestro gobierno.

Como los amantes que vuelven a vivir el amor después de mucho tiempo de soledad y escepticismo, nos costó comprender del todo; pero un día despertamos y de repente nos dimos cuenta que habíamos dejado de añorar épicas pretéritas y estábamos viviendo nuestra propia primavera.

Y entonces nos enamoramos definitivamente de Néstor. Y lo quisimos como quisimos y queremos a pocos. A muy pocos en toda nuestra historia.

Vaya paradoja, el discurso de la derecha y los medios hegemónicos suele tildar al kirchnerismo de nostálgico, debido a su política de memoria, verdad y justicia y su reivindicación de la experiencia política de los setenta. Nada más erróneo. Porque si hay algo que caracteriza a los procesos transformadores es que, al construir su propia épica, refundan la afectividad de quienes forman parte del mismo, dotándolos de una nueva mística y un nuevo relato que, aunque anclado en tradiciones anteriores e incorporándolas al nuevo proceso, se plantee reivindicaciones y objetivos novedosos, acordes con el contexto histórico en que se desenvuelve.

En 1996, al conmemorarse los veinte años del golpe genocida, se estrenó la película de “Coco” Blaustein, “Cazadores de Utopías”. Recuerdo el monólogo final de “Piraña” Salinas, antes de la única, monumental versión grabada de La montonera del Nano Serrat sobre la que se ven los títulos del documental. Recuerdo casi exactamente sus palabras, que ponían el broche final al film: él decía, desde el dolor de la derrota, que se sentía orgulloso de haber formado parte de esa generación, de haber formado parte de esa juventud maravillosa, de haber sido protagonista de la historia, de esa historia. Incluso, agrego yo, más allá del resultado final.

Recuerdo también la extraña mezcla de ternura, nostalgia y envidia que sentí la primera vez que lo ví y lo escuché: ser protagonista de un proceso transformador es el sueño de todo militante popular.

Eso significaron estos ocho años de kirchnerismo, para mí y para muchos de nosotros, en términos de nuestra más íntima subjetividad y de nuestra batalla cultural particular: El fin de la nostalgia. El fin de la nostalgia y el comienzo de una etapa de la que podemos enorgullecernos, como “Piraña”, de ser protagonistas.

La diferencia a favor nuestro, es que esta vez no habrá derrota.

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